Mundo

Thomas Hummel entrevista a Ashley Smith 

Fuente: Revista Viento Sur

Cada vez más, la comprensión de la rivalidad interimperialista entre EE UU y China deviene esencial para comprender la dinámica del sistema capitalista moderno. Con el propósito de ampliar nuestra comprensión de la dinámica de la situación, Ashley Smith, junto con los coautores y coautoras Eli Friedman, Kevin Lin y Rosa Liu, han publicado China in Global Capitalism: Building International Solidarity Against Imperial Rivality, recién editado por Haymarket Books.

Thomas Hummel se ha sentado con Ashley Smith para conversar sobre algunos de los temas centrales del libro y explorar las implicaciones prácticas del ascenso de China para los y las socialistas y activistas que luchan hoy por un mundo mejor y más justo.

Thomas Hummel (TH). Antes que nada, enhorabuena por la publicación de este libro, que abarca varios temas cruciales: el ascenso del capitalismo en China, la lucha de clases, el lugar de China en el nuevo mundo de rivalidad interimperialista y crisis, y las posibilidades de la solidaridad internacional de la clase obrera. ¿Por qué piensas que este libro es tan importante en este momento de la política mundial?

Ashely Smith (AS). Creo que el punto de partida de cualquier discusión sobre la situación política mundial en estos momentos ha de ser el estado del capitalismo global, que a mi entender se halla inmerso en su periodo de crisis más largo desde la década de 1970, y tal vez desde la de 1930. No tiene la magnitud de la Gran Depresión, pero desde la Gran Recesión nos encontramos en lo que David McNally ha denominado “un largo bajón global”. Michael Roberts habla de una “larga depresión”. Esta crisis está entrelazada con otras crisis sistémicas, entre ellas la emergencia climática, que es la más evidente, sin obviar la crisis migratoria (que se deriva de la Gran Recesión, del cambio climático y de otros problemas generalizados) ni los niveles crecientes del conflicto entre Estados, la rivalidad interimperialista y la guerra. Estos factores empujan a millones de personas a desplazarse en todo el planeta.

Además de todo ello, estamos asistiendo al retorno de las pandemias. La COVID-19 es apenas una de las muchas que están por venir, dada la creciente integración del mundo y el contagio zoonótico de enfermedades de los animales a la especie humana. Esto ocurre con creciente regularidad, de modo que nos enfrentamos a crisis múltiples del capitalismo mundial que se superponen y que  generan luchas sin precedentes desde abajo en casi todos los países del mundo. En los últimos quince años hemos visto revueltas masivas de la población por todo el planeta.

Al mismo tiempo, estas crisis han intensificado las rivalidades interimperialistas y los conflictos entre países, provocando un número cada vez mayor de guerras, tanto entre Estados como en el interior de los países en forma de guerras civiles. Por tanto, en el mundo tenemos dos ejes de enfrentamiento: entre Estados capitalistas, por un lado, y por otro entre esos Estados y la clase trabajadora y los pueblos y naciones que aquellos explotan y oprimen.

El conflicto interimperialista central de nuestra época es el que se da entre EE UU y China. Este conflicto constituye la máxima prioridad tanto de EE UU como de China y les lleva a aplicar políticas simétricamente opuestas (en el plano económico, político y militar) a medida que su rivalidad se intensifica y se despliega a escala global.

Al mismo tiempo, tanto EE UU como China registran cada vez más luchas que surgen de abajo, a medida que la gente explotada y oprimida se harta de sus propias clases dominantes. En esta coyuntura, dichas luchas están poniendo a prueba a la izquierda. El reto es si somos capaces de oponernos a esas dos potencias y a la rivalidad interimperialista en que están inmersas y apoyar y construir movimientos de solidaridad con las luchas populares en ambos países.

Este libro lo hemos escrito con este espíritu: como intento de ofrecer una alternativa de internacionalismo antiimperialista y solidaridad desde abajo frente a la escalada de la rivalidad interimperialista entre EE UU y China.

TH. Muchas personas de izquierda consideran que China y su llamado sistema socialista constituyen una alternativa al sistema mundial dominado por EE UU. ¿Puedes explicarnos por qué crees que eso no es cierto?

AS. Pienso que hemos de comenzar por comprender por qué la gente busca una alternativa a EE UU, porque como es sabido, este país ha sido la potencia imperialista hegemónica durante los siglos XX y XXI. Cuenta con la economía más grande, la fuerza militar más poderosa, con 800 bases militares en todo el mundo, el conjunto más desarrollado de alianzas imperiales estructuradas y es el principal enemigo de las luchas de liberación en casi todos los rincones del mundo. Es totalmente comprensible, por tanto, que la gente que siente repulsa ante el imperialismo estadounidense busque alguna especie de alternativa: algún país que plante cara a EE UU y ofrezca una alternativa a sus execrables políticas capitalistas e imperialistas.

Pero no creo que China o cualquier otro país ofrezca una alternativa real. El libro analiza esto en detalle, como hacen también muchas otras obras. Ante todo, China es un Estado capitalista que supervisa una economía capitalista. Sus empresas públicas y privadas están profundamente integradas en el mercado mundial. Han utilizado esta integración en el mercado mundial para pasar de la economía aislada y marginal que era en la década de 1970 a la segunda economía capitalista más grande de hoy. Este país es el fabricante más grande del mundo, y no solo de productos de gama baja. Su plan China 2025 fue concebido para dar un salto adelante en industrias de alta tecnología, desafiando a EE UU, Europa y Japón en el terreno de la investigación, el desarrollo y la producción. China es líder actualmente en innovaciones cruciales como la tecnología verde y los automóviles eléctricos, y se vuelve asimismo más autosuficiente en industrias críticas como la producción de microchips.

Con esta expansión capitalista masiva se ha producido una enorme concentración de riqueza en manos de la clase dominante china. Cuenta con el segundo mayor número de milmillonarios, por detrás de EE UU, y su coeficiente de Gini, que mide la desigualdad de rentas, es igual al de EE UU. Toda la riqueza y la expansión económica masiva que hemos visto en China están basadas en la explotación de la clase trabajadora, especialmente de la mano de obra migrante, que ha sido expulsada del mundo rural para entrar a trabajar en las grandes fábricas de capital tanto chino como multinacional. Fabrican de todo, desde vehículos eléctricos para grandes empresas chinas hasta iPhones para Apple. Trabajan en unas condiciones que solo pueden calificarse de sobreexplotación, que el Estado chino se encarga de amansar. La explotación está en el meollo del vasto crecimiento de la economía china.

Como ocurre en todas las potencias capitalistas, esta expansión ha venido acompañada de toda clase de opresiones. China mantiene Sinkiang, el Tíbet y Hong Kong como naciones oprimidas dentro de sus fronteras autoproclamadas. Es una potencia regional que amenaza con invadir Taiwán. China también se muestra muy agresiva en el mar de China Meridional, donde reclama la propiedad de vastas zonas y entra en conflicto con potencias menores de la región, como Filipinas y, por supuesto, con EE UU.

El desarrollo de China como potencia capitalista la ha transformado en una potencia imperialista en ascenso. En el plano económico es una de las principales exportadoras de capital del mundo, en particular al amparo de su proyecto de Nueva Ruta de la Seda, un gigantesco plan de inversiones de billones de dólares, destinado no a ayudar a otros países, sino a asegurarse el acceso a las materias primas necesarias para alimentar la expansión económica china. Además, China está construyendo un eje que rivaliza con la estructura de alianzas encabezadas por EE UU, especialmente con Rusia, con la que mantiene una profunda alianza económica y geopolítica, aunque también con potencias regionales como Irán. Participa en organizaciones como la Organización de Cooperación de Shanghái, los BRICS y otras.

Para respaldar este poder económico y geopolítico, China ha modernizado a marchas forzadas su potencial militar. Cuenta ahora con el segundo presupuesto militar más cuantioso del mundo, una fuerza naval y aérea cada vez mayor y un creciente arsenal de misiles avanzados, incluida la tercera reserva más grande de cabezas nucleares, por detrás de Rusia y EE UU. Así, China es una potencia imperialista que compite con EE UU en múltiples frentes: el económico, el geopolítico y el militar. Junto con Rusia y sus aliados, aboga por un nuevo orden mundial multipolar. Este orden permitiría a China asegurar sus intereses económicos, geopolíticos y militares en todo el mundo.

Hay quienes consideran que este cambio de la unipolaridad dominada por EE UU desde el final de la Guerra Fría a un mundo más multipolar es positivo. A simple vista, esto puede ser convincente, puesto que la unipolaridad bajo hegemonía estadounidense fue horrible, con las innumerables guerras y actos de terrorismo de estado de Washington contra gentes de todo el mundo para imponer su hegemonía antaño indisputada sobre el capitalismo global. Sin embargo, la multipolaridad no es ninguna solución. Recordemos que la última época multipolar, a finales del siglo XIX y durante buena parte del siglo XX, condujo al barullo del reparto del mundo en colonias, dos guerras mundiales y la muerte de cientos de millones de personas. Así, mientras que la unipolaridad es cosa mala, la multipolaridad no es una solución y, ante la posibilidad real de una guerra interimperialista, de hecho podría ser peor.

TH. La imagen que presentan los medios occidentales del pueblo chino es que acepta pasivamente un régimen dictatorial. Vuestro libro habla de la rica historia de luchas sociales y de clases en China desde las reformas de Deng Xiaoping. ¿Puedes detenerte un poco sobre esto y su importancia?

AS. En primer lugar, es profundamente orientalista decir que el pueblo chino acepta pasivamente la explotación y la opresión. En realidad, al igual que en todo país capitalista, donde hay explotación y opresión siempre habrá resistencia. Con el ascenso de China como potencia capitalista e imperialista, hemos asistido a una intensificación dramática de la explotación de clase, la opresión nacional y otras formas de discriminación en relación con el género, la sexualidad, la etnicidad, etc. Junto a ello se han producido diversas formas de resistencia ‒de clase y social‒ durante los últimos decenios.

La primera ola de esta resistencia se produjo en respuesta a la reestructuración de las industrias de propiedad estatal. Al igual que los y las trabajadoras del cinturón fabril de EE UU en las décadas de 1970 y 1980, la vieja clase obrera industrial china se opuso a los cierres de empresas y despidos masivos mediante huelgas masivas en la década de 1990. Aunque muchas de aquellas luchas acabaron en derrota, no finiquitaron la lucha de clases en China.

En realidad, con el desarrollo de nuevas industrias en las zonas económicas especiales y la entrada de capitales multinacionales (junto con las nuevas inversiones privadas y públicas chinas), una nueva capa de gente trabajadora pasó a protagonizar formas combativas de lucha de clases, especialmente desde finales de la década de 1990 y durante toda la década de 2000. Esta oleada de luchas vino impulsada en gran parte con la enorme fuerza de trabajo migrante, de unos 300 millones de personas, que abandonaron el mundo rural para trabajar en las nuevas industrias. Esas luchas fueron radicales, tanto dentro como fuera de los sindicatos controlados por el Estado, en que la clase obrera migrante luchó por aumentos salariales y la mejora de las condiciones de trabajo.

Estas luchas no se circunscribieron a los lugares de trabajo. También hubo una resistencia significativa en relación con la propiedad de tierras, dado que China experimentó uno de los procesos de urbanización más rápidos de la historia universal. El Estado confiscó y vendió las tierras de la gente a empresas inmobiliarias para que construyeran grandes ciudades nuevas. La gente se rebeló contra este robo de tierras por parte del Estado, generando conflictos que perduran en torno a las tierras y los derechos de propiedad.

Ha habido también otras formas de resistencia, incluidas las luchas contra la opresión nacional, como por ejemplo en Tíbet contra la opresión del pueblo tibetano y actos similares de la población uigur contra el horrible genocidio cultural que está llevando a cabo el Estado chino en Sinkiang. Hubo revueltas masivas en Hong Kong, brutalmente aplastadas por el Estado chino. Además, ha habido movimientos de resistencia feminista contra la creciente opresión de las mujeres en China.

Otro fenómeno interesante es el retorno de manifestaciones y huelgas en los últimos años, provocadas por la política de confinamiento estricto durante la pandemia del COVID-19. China bloqueó ciudades enteras, obligando a la gente a permanecer en sus bloques de pisos durante meses,  en ocasiones durante más de cien días. El Estado impuso asimismo la “gestión de circuito cerrado”, por la que la mano de obra quedó encerrada dentro de las fábricas para seguir produciendo mercancías en plena pandemia. El confinamiento no acabó con la COVID-19, especialmente la cepa Ómicron, que comenzó a propagarse por todo el país y en los lugares de trabajo. La política del gobierno provocó fuertes luchas.

Fuera de los lugares de trabajo, uno de los acontecimientos cruciales fue el pavoroso incendio de Urumqi, Sinkiang, donde ardió todo un bloque de pisos causando la muerte de numerosas personas, principalmente uigures, que estaban en su interior. Este hecho dio pie a protestas en todo el país, el llamado Movimiento de la Hoja de Papel en Blanco. Al mismo tiempo, hubo luchas masivas en los lugares de trabajo contra el sistema de gestión de circuito cerrado, que dieron pie a choques físicos entre las fuerzas de trabajo y las fuerzas de seguridad de las empresas y la policía. Una de las huelgas más importantes se produjo en un centro de producción de Apple, donde los y las trabajadoras se opusieron a que les encerraran en la fábrica mientras el virus se propagaba en el interior. Al final, el gobierno chino abandonó la política de Cero COVID, dejando que el virus se expandiera por toda la sociedad para generar la inmunidad de rebaño, proceso en que enfermaron y murieron innumerables personas.

Todas esas luchas muestran que existe una resistencia masiva contra la explotación de clase, las desigualdades sociales, la opresión nacional y las políticas brutales del Estado capitalista chino.

TH. La aspiración de China de dominar los sectores verdes emergentes, como las energías renovables y los coches eléctricos, parece encajar entre los objetivos declarados del gobierno de alcanzar la sostenibilidad ambiental. ¿Por qué no deberíamos dar crédito a estos planteamientos?

AS. Antes que nada, deberíamos rechazar las mentiras y la hipocresía de que hacen gala EE UU, los países europeos y Japón, entre muchos otros, que afirman que se toman en serio la necesidad de mitigar el cambio climático y de abandonar paulatinamente los combustibles fósiles. Todos ellos mienten. El nuevo libro de Adam Hanieh, Crude Capitalism, lo explica en detalle. Europa, EE UU y Japón son los responsables históricos de la crisis climática. Sus promesas de hacer frente al cambio climático han resultado ser totalmente falsas.

Todas estas potencias occidentales están expandiendo masivamente el uso de combustibles fósiles. De hecho, EE UU batió el año pasado su récord histórico en la extracción de combustibles fósiles. Hanieh señala que el desarrollo de tecnologías verdes viene de la mano de la expansión de la extracción de combustibles fósiles. Estos dos fenómenos no están separados; la inversión verde no detiene el crecimiento de los combustibles fósiles, sino que crece paralelamente a este. Así, mientras vemos importantes inversiones en cosas como los vehículos eléctricos, el ritmo de extracción de combustibles fósiles sigue acelerándose, y con él las emisiones de gases de efecto invernadero, lo que significa que se agrava el cambio climático. Alcanzamos puntos de inflexión críticos, y aun así las potencias occidentales siguen insistiendo en que lideran la lucha contra el cambio climático. Todo son mentiras.

En cuanto a China, yo diría que está en el mismo carro. No es un caso especial; no es peor que aquellos contaminadores históricos. Forma parte del mismo sistema, el capitalismo, que constituye la causa principal del cambio climático. China acaba de convertirse en el nuevo epicentro de la destrucción ambiental del capitalismo mundial. No es un problema específico de China, sino un problema del sistema.

Al igual que otros gobiernos, el chino miente con respecto a su compromiso con el medio ambiente. Al mismo tiempo que invierte en tecnologías verdes, amplía masivamente su industria de combustibles fósiles. En 2023 se informó de que China había construido a lo largo de los siete años previos más plantas de carbón que cualquier otro país del mundo. De hecho está construyendo nuevas plantas de carbón a un ritmo de dos por día. China sigue invirtiendo en el carbón porque necesita la energía para alimentar su crecimiento industrial, y hasta ahora las inversiones en tecnologías verdes, como la energía solar, no han logrado sustituir al carbón y otros combustibles fósiles como principal fuente en energía en China. De hecho, este país es el principal importador del mundo de petróleo y gas natural y el principal emisor de gases de efecto invernadero. Por tanto, es un país capitalista igual de sucio que las demás grandes potencias.

Entonces, ¿por qué China invierte tanto en tecnologías verdes? El motivo es simple: es un sector en crecimiento. Esa es la razón por la que todas las grandes potencias y los capitalistas invierten en él: no para sustituir a los combustibles fósiles, sino para sacar beneficios de este nuevo sector. China ha invertido enormes cantidades de capital en la producción de vehículos eléctricos, paneles solares y baterías. También controla buena parte de los yacimientos de tierras raras necesarias para la fabricación de paneles y baterías.

Sin embargo, al igual que los capitalistas de todo el mundo, China ha invertido en exceso en las industrias verdes, construyendo numerosas fábricas y produciendo un enorme montón de mercancías. Aprovechando el bajo coste de la mano de obra, China puede ofrecer precios más bajos que los demás países para los vehículos eléctricos y los paneles solares, inundando los mercados con sus productos. Esto ha provocado la clásica respuesta proteccionista de EE UU, la UE, Japón y otros países, que tratan de blindar sus propias inversiones en estas industrias.

A fin de cuentas, ninguna de estas potencias son verdaderamente verdes. Todas son sucias. Todas expanden sus industrias de combustibles fósiles y al mismo tiempo invierten en tecnologías verdes por mero afán de lucro, no para mitigar el cambio climático.

TH. En el libro afirmáis que la rivalidad entre EE UU y China es fundamental para comprender la dinámica del sistema mundo moderno. ¿Puedes entrar en más detalles con respecto a las tensiones principales entre estos dos países y los resultados potenciales de su conflicto?

AS. En primer lugar, es importante comprender las cosas básicas. El capitalismo genera imperialismo. La rivalidad entre países y entre imperios está inscrita en el ADN del capitalismo. El imperialismo no es fruto de una mera decisión política adoptada por uno u otro gobierno para proyectar su poder económico o geopolítico. Es realmente un resultado estructural de la competencia capitalista. Los capitales nacionales apelan a sus respectivos Estados para que protejan y proyecten sus intereses a escala mundial. Esta competencia enfrenta a los países, generando incluso conflictos armados, en torno a la hegemonía geopolítica y la división y redivisión del mercado mundial.

Esta lucha imperialista por el predominio ha generado un orden imperial inestable que cambia con el tiempo. Así, hemos visto una secuencia que va de la rivalidad multipolar de finales del siglo XIX, que dio lugar a las dos guerras mundiales y al orden bipolar de la guerra fría, al momento unipolar tras la caída del bloque soviético y al mundo multipolar asimétrico de hoy, en que la rivalidad principal se da entre EE UU y China. Como he explicado, China trata de afirmarse como potencia imperial y rival de EE UU en la batalla por repartirse el mercado mundial.

EE UU ha respondido al ascenso de China de la misma manera que ya hemos visto históricamente en el caso de otras potencias hegemónicas enfrentadas a nuevos rivales. Ha tratado de apuntalar su predominio y frenar y confrontar a sus retadores. Antes del ascenso de China, EE UU trató de evitar la aparición de un competidor igual mediante una estrategia de controlar el capitalismo mundial. Pero fracasó. Ahora, EE UU ha adoptado una nueva estrategia de competencia geopolítica, utilizando tácticas clásicas que ya se han visto a lo largo de la historia del imperialismo: proteccionismo económico, organización de los países aliados para contener a sus rivales en ascenso y robusteciendo su potencial militar. 

Bajo las presidencias de Trump y Biden, EE UU se ha centrado principalmente en la confrontación y la contención de China. Esto ha supuesto el remozamiento de viejas alianzas como la OTAN y la formación de nuevas, como Quad (con Japón, India y Australia) y el pacto AUKUS (con Australia y el Reino Unido). Así, lo que vemos ahora es la clásica rivalidad interimperialista que se despliega en las dimensiones económica, geopolítica y militar.

Esto no significa que estemos abocados inevitablemente a una nueva guerra mundial. Actualmente hay varios factores atenuantes que evitan que la rivalidad escale a un conflicto global en toda regla. Por un lado, las economías de EE UU y China están profundamente imbricadas. Resulta difícil imaginar que pueda existir un producto como el iPhone sin las fábricas chinas, por ejemplo. Esta integración reduce la probabilidad de un enfrentamiento militar por todo lo alto, ya que ambas economías soportarían unos costes tremendos. No obstante, esta interdependencia está desenredándose gradualmente en la medida en que EE UU y sus grandes empresas buscan bases alternativas para fabricar en otras partes del mundo.

Otro factor atenuante es el hecho de que ambas potencias poseen armas nucleares, que despliegan y modernizan para asegurar una mayor efectividad y letalidad. Así, cualquier conflicto entre ellas implica el riesgo de destrucción mutua asegurada (sigla en inglés: MAD), cosa que disuadió a las dos grandes potencias durante la guerra fría de desencadenar una confrontación militar directa. Por supuesto, esto no descarta que decidan ir a la guerra, como estuvieron a punto de hacer durante la crisis de los misiles de Cuba.

Estos factores no eliminan del todo el riesgo de choque bélico. No esperábamos ver una guerra a gran escala en Europa, pero Rusia lanzó una con su invasión imperialista de Ucrania. De modo similar, un potencial foco de tensión como Taiwán podría desencadenar un conflicto entre EE UU y China, dado lo que estaría en juego para ambas potencias en el plano económico y geopolítico. El riesgo es muy real.

TH. ¿Qué implicaciones tiene esta rivalidad y la nueva dinámica del capitalismo mundial para los países aliados de EE UU, como la UE y el Estado español?

AS: Esto lo he tocado de refilón en mi anterior respuesta sobre la naturaleza de la rivalidad. La clave que hay que entender es que con la decisión de EE UU de competir por la supremacía geopolítica, trata de que todos sus aliados históricos cierren filas como vasallos suyos en su conflicto con China. EE UU presiona a Europa (tanto a través de instituciones económicas como la Unión Europea como de alianzas militares como la OTAN) para que le secunde frente a China.

Uno de los medios que utiliza EE UU es el del proteccionismo, especialmente en sectores de alta tecnología. Hablan de una “valla alta alrededor de un pequeño patio”, pero ese patio no deja de ampliarse, y son cada vez más las industrias que se protegen de la competencia china, sobre todo las que tienen aplicaciones militares. Los microchips son un ejemplo significativo, ya que constituyen componentes críticos en numerosos productos, como automóviles y aviones militares como el caza F-35. Quien controle la capacidad de fabricar microchips, controla gran parte de las tecnologías militares y de vigilancia, incluida la inteligencia artificial.

De modo que EE UU construye una barrera proteccionista alrededor de estos sectores estratégicos y empuja a la UE a hacer lo mismo, bloqueando la exportación a China de tecnologías como los microchips y los láseres empleados para fabricarlos. También trata de impedir la venta de vehículos eléctricos chinos, alegando motivos de seguridad nacional, al afirmar que China podría utilizarlos para hacer el seguimiento de la movilidad de la gente. Además, EE UU presiona a los países de la UE para que se desentiendan de la iniciativa china de la Nueva Ruta de la Seda. En resumen, EE UU quiere que sus aliados adopten el mismo proteccionismo económico que practica frente a China. Esto coloca al capital europeo, especialmente al alemán, ante un profundo dilema económico. La economía alemana depende de sus exportaciones a China y ahora entra en competencia con este país, especialmente en materia de vehículos eléctricos. Si toma medidas proteccionistas, se expone a que China se desquite cerrándole el acceso a su vital mercado de exportación.

En el frente militar, EE UU presiona a Europa para que le secunde en las medidas de contención del ascenso de su rival. Por ejemplo, ha presionado a la OTAN para que señale a China como foco de preocupación estratégica y se centre en la región indo-pacífica. Fundamentalmente, EE UU convierte la OTAN en un arma contra China y seguirá presionando a todos sus aliados, incluido el Estado Español, para que se alineen con su estrategia en sus aspectos económico, militar y geopolítico. Esta presión será constante y se desarrollará por vías diversas, a veces impredecibles. España no será ninguna excepción en este proceso.

TH. De momento, los acontecimientos con la mayor repercusión geopolítica están teniendo lugar en Gaza, donde existe ahora la posibilidad cada vez más probable de que estalle una guerra regional más amplia. ¿Qué consecuencias tendrá la rivalidad entre EE UU y China en este contexto?

AS: Gaza ha pasado a ser el epicentro de un conflicto regional e imperialista, pero no es el único punto caliente. Taiwán es otro, al igual que Ucrania, y hay todavía más, como Filipinas. Se trata en todos los casos de países en que se cruzan cuestiones de autodeterminación nacional con conflictos interimperialistas. Lo que es crucial para la izquierda es el apoyo a la autodeterminación nacional sin excepción y la oposición a todo intento de una potencia imperialista de utilizar estas luchas para sus propios fines, cosa que todas las potencias tratarán de hacer inevitablemente.

Este es el marco más amplio para comprender qué está pasando en Gaza. EE UU es el principal patrocinador (desde los puntos de vista militar, económico y político) del Estado de Israel, que le sirve de esbirro en Oriente Medio. EE UU utiliza a Israel, así como a los Estados árabes reaccionarios, para asegurar que ningún país árabe o Irán pongan en peligro el control estadounidense del petróleo de la región, que nutre la totalidad de la economía mundial. Esto significa que EE UU está profundamente implicado en el genocidio en Gaza. No es un mero patrocinador, es cooperante en el colonialismo de asentamientos, el apartheid, la ocupación y ahora el genocidio que lleva a cabo Israel. EE UU ha apoyado, financiado y armado a Israel en su agresión a Gaza, Cisjordania, Líbano, Irán, Siria y Yemen.

Aunque EE UU es el principal actor imperial en la región, no es el único. Rusia, por ejemplo, ha apoyado sistemáticamente la contrarrevolución y la reacción en toda la zona. Ayudó de forma decisiva a Asad a aplastar la revolución siria y mantiene una relación estrecha con Netanyahu, quien junto con Putin ha celebrado públicamente su amistad. El papel de China tampoco es impoluto. Al país asiático le interesa sobre todo asegurar el flujo de petróleo de Oriente Medio para alimentar su expansión económica, de modo que ha cultivado las relaciones tanto económicas como geopolíticas con todos los países que pueden suministrarle el combustible. China mantiene una alianza con Irán, pero también ha promovido la normalización de las relaciones de Israel con otros países de la región, no por razones de principio, sino simplemente porque quiere que haya estabilidad y que fluya el petróleo. China medió incluso en un acuerdo de Irán con Arabia Saudí, y es el segundo inversor más importante en Israel. Así, si uno apoya el movimiento BDS (Boicot, Desinversión, Sanciones), tiene que plantearlo como una reivindicación frente a China y sus empresas.

En respuesta a la crisis actual, China ha adoptado en gran medida una postura simbólica. Aunque ha criticado el apoyo de EE UU al genocidio para ganar puntos en el terreno político, no ha hecho nada por ayudar la lucha de Palestina por la autodeterminación. Todo lo que ha hecho China, como la acogida del diálogo entre facciones palestinas, ha sido en gran parte simbólico. China apoya incluso la solución de dos Estados, que históricamente ha sido la falsa solución que ha propuesto el imperialismo estadounidense para Palestina.

Lo que más preocupa a Washington es que la relativa pérdida de influencia que ha sufrido en la región durante las dos últimas décadas permite que China y Rusia pongan pie de manera más agresiva en Oriente Medio. La extensión de la guerra de genocidio de Israel al conjunto de la zona intensificará esta dinámica, ya que puede impedir la normalización de las relaciones entre Israel y otros países árabes y hacer que algunos de estos países se apunten a uno de los bloques rivales. Ya podemos ver cómo emerge un eje formado por Rusia, Irán y China que se alinea contra Israel y EE UU. La cuestión ahora es qué harán los regímenes árabes alineados con EE UU, ya que les resulta cada vez más insostenible apoyar abiertamente a EE UU en pleno genocidio de Israel.

Por tanto, existe la posibilidad de que los antagonismos entre Estados den lugar a un cisma en que unos se alinearán con EE UU y sus aliados y otros con China, Irán y Rusia. Claro que al mismo tiempo, todas esas potencias están profundamente interesadas en que siga fluyendo el petróleo, de modo que dudarán antes de correr el riesgo de desestabilizar la región con punzantes enfrentamientos entre Estados. Por otro lado, la agresión israelí ha abierto una perspectiva muy impredecible y volátil, y las dinámicas desatadas son muy peligrosas. Ya asistimos a un genocidio, y la expansión de este genocidio al Líbano podría dar pie a una guerra regional abierta entre Israel e Irán con repercusiones internacionales.

TH. En este contexto, la pregunta siguiente cobra todavía más importancia. ¿Qué tareas piensas que deba emprender la izquierda internacional y cómo podemos encontrar una salida al actual estado de cosas?

AS. En varios sentidos volvemos a plantearnos las cuestiones clásicas a las que se enfrentó la izquierda revolucionaria a comienzos del siglo XX. Nos hallamos en una situación marcada por enormes antagonismos entre imperios y amplias revueltas populares en todo el planeta. La izquierda se enfrenta a una cuestión estratégica: ¿Cómo nos oponemos desde abajo a todos los distintos Estados (no solo los imperialistas, sino todos los Estados capitalistas) y construimos la solidaridad entre movimientos obreros y movimientos de los pueblos oprimidos en cada país frente a todas las potencias imperiales, a los Estados capitalistas y sus guerras?

En EE UU, lo más importante para la izquierda es evitar alinearse con el Estado y su proyecto imperial. Hay una tendencia a hacerlo, a menudo por parte de quienes preconizan políticas reformistas y son leales al Partido Demócrata, que actualmente colabora con el genocidio. Nuestra obligación fundamental en EE UU es la de oponernos al imperialismo estadounidense, y punto.

Al mismo tiempo, es preciso que nos blindemos frente a una segunda tentación, que es la de caer en la trampa de pensar que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Esta posición induce a algunas personas de izquierda a considerar que quienes se oponen a Washington son un mal menor o incluso una alternativa. Sin embargo, como ya he comentado antes, estas supuestas alternativas, como China y Rusia, también son países imperialistas, capitalistas, basados en la explotación, la opresión y la política reaccionaria. 

Apoyar a otra potencia imperialista como China es una traición a la lucha de clases  y las luchas sociales dentro de China, pues equivale a ponerse del lado de su Estado frente a la clase trabajadora y los pueblos oprimidos de este país. Asimismo, espanta a personas estadounidenses que consideran correctamente que el régimen chino es una dictadura capitalista que mantiene a la gente trabajadora encerrada en fábricas durante una pandemia. No representa ninguna clase de alternativa y afirmar lo contrario no hará más que aislar a la izquierda de las luchas sociales y de clases en EE UU, debilitándolas de paso.

La alternativa real está en la oposición a todas las potencias imperialistas (ante todo a EE UU, pero también a China) y en la construcción de la solidaridad internacional. Hoy en día, el sistema mundo está profundamente interconectado y esto ofrece oportunidades reales a esta solidaridad. Mira el iPhone, por ejemplo. Relaciona a trabajadores y trabajadoras en fábricas chinas, distribuidoras como Amazon y comercios minoristas en EE UU y otros países. Esta economía mundial interconectada ofrece la posibilidad de forjar lazos de solidaridad entre la gente trabajadora de todo el mundo.

Además, existen sistemas educativos internacionales en que estudiantes chinos participan  en movilizaciones estudiantiles en todo el mundo, inclusive en EE UU, donde en muchos casos se implican en sindicatos y huelgas de estudiantes. Por tanto, existen oportunidades reales  de construir la solidaridad, dentro de EE UU, con estudiantes chinos, tanto en luchas comunes en EE UU como con las que se producen en China. Esto significa que debemos oponernos a todo tipo de nacionalismo estadounidense y racismo antichino, ya que tales prejuicios dividirían al movimiento estudiantil y socavarían la solidaridad sindical.

La base objetiva de la solidaridad internacional desde abajo es más sólida que nunca antes, y su necesidad es evidente para toda persona que piense seriamente sobre estas cuestiones. El problema es subjetivo y político. Necesitamos construir una izquierda que esté activamente comprometida con el internacionalismo desde abajo, y no solo por cuestiones de principio, sino también como estrategia de organización. La manera de hacerlo es compleja, y todo el mundo que forma parte de la izquierda internacional ha de pensar a fondo sobre la manera de hacerlo. 

O bien encontramos un modo de construir esta solidaridad, o bien sufriremos la barbarie de nuestros gobernantes: sus guerras de clase en el propio país y sus guerras imperialistas en el extranjero. Así, la izquierda debe organizar a una nueva generación de militantes socialistas que comprendan la centralidad del viejo lema socialista: “Proletarios del mundo, uníos; no tenemos nada más que perder que nuestras cadenas”. No se trata de un curioso mantra histórico, sino del proyecto político central de nuestra época. O bien lo conseguimos o bien estaremos abocados a la barbarie de Gaza y la lista creciente de catástrofes climáticas.